Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven
paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de
los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele
tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta,
tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad
de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus
gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que
suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar
entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.
Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de
San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros
íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja,
hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado
discretamente un hombro en el del compañero, en un intento de darse calor. Iban
quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un
momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de
grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los ví
cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.
Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que
cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto
que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y
sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento
por aquella sonrisa. Largas adoslescencias dando vueltas por los parques o los
cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían
poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a
la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de
madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y de soledad.
La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una
hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es
que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse
o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los
locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone empastillados,
reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos-
lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la
sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.
A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un
homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta
sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se
mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de
quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a
lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por
activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de los chicos
de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que
él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele,
el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura.
Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles
a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por
encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo,
partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas
históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de
tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin
haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera
infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo puramente
humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en
todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía
inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y
olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas
errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su
lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus
vidas.
—Arturo Pérez-Reverte
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